Esquina con primavera rota (XX)

Reinventamos la máquina macabra,
el culto al alarido y al bostezo.
A Kafka le copiamos su proceso.
Mutilamos el aire, la palabra

y otro sentido dimos a la vida:
magnicidio imborrable, dolor hondo,
la ergástula como telón de fondo,
el cobarde y su carta arrepentida.

Sumidos ya quién sabe en cuánta estafa,
cuánto oprobio y afrenta a manos llenas,
cuánta patria que muere antes del parto,

vivimos entre el miedo y la piltrafa,
del clarín, escuchamos las cadenas,
los sonidos, el pánico, el infarto.

***
Nota bene
: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

Posdata: Este soneto es parte de mi poemario Los culpables, publicado en 2010 por Linkgua Ediciones.

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Esquina con primavera rota (XIV)

Los náufragos del bote visionario
ignoran la verdad del hundimiento,
disfrutan la inminencia del tormento,
declaran el martirio necesario.

Huyeron en el último minuto
de la cadencia inerte de las olas.
Se alumbraron con útiles farolas:
fuegos fatuos y silencio absoluto.

Rediseñan los símbolos vitales.
No entienden el colapso inoportuno.
Abandonan las súplicas maternas

y se fusilan en los carnavales.
La condena les sirve el desayuno.
La gravedad gravita entre sus piernas.

***
Nota bene
: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

Posdata: Este soneto es parte de mi poemario Los culpables, publicado en 2010 por Linkgua Ediciones.

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Esquina con primavera rota (XIV)

Describen la flamante ceremonia
los delegados de nuestra abundancia.
Añaden al aroma otra fragancia
con dulce ética y suave parsimonia.

¿Quién va a culparles desde nuestro imperio?
Nuestro imperio reparte sus bondades.
Nuestro imperio se jacta en sus piedades.
Es inmenso el poder de nuestro imperio.

Los simulacros diarios no resisten
la lava incomparable que nos baña.
Traficamos con sangre y plata falsa.

Alabamos a aquellos que subsisten.
Hemos visto nacer cada patraña,
flotando a la deriva, en nuestra balsa.

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Esquina con primavera rota (XIII)

«Nos acechan sus ojos mercenarios.
Su orgullo de patriarca derrotado
le impide perdonarnos lo violado.
Son sacrílegos todos sus santuarios.

¡Ese es el enemigo tremebundo!
Tiene bocas de fuego poderosas,
mujeres de miradas ponzoñosas.
¡Resérvale tu insulto más profundo!

Bajo la manga, esconde algún conejo.
No lo salva su fe de principiante.
Su instinto de animal lo determina».

La rabia se inocula en el espejo.
El impulso de odiar al semejante
es una espiral de humo y no termina.

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (VIII)

Vino a New York el tirano
de la junta militar
con esa panza ejemplar
de comer cuál soberano
mientras el pueblo cubano
en la hambruna languidece.
Esa nación no merece
tanta represión gratuita.
El alma trémula grita
donde el abuso florece.

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Oda urgente a la Liga del ibuprofeno (VI)

¿Cuándo se juega pelota
y se arma la cumbanchera
en esta tierra extranjera,
en esta nación remota
donde el alma se alborota
con la idea de jugar
sin tenerse que explicar
ni en español ni en inglés,
donde la gente es cortés,
y me gusta improvisar?

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (VII)

Aquí tienes al singao
—se pronuncia sin la de—,
que salió del Comité
que te escondió el bacalao
en El Cerro, en Marianao,
de un confín a otro confín
de la nación. El delfín
del castrismo sanguinario
que trajo a Cuba un calvario
que ya se acerca a su fin.

***
Nota bene
: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

Posdata: 14ymedio publicó las siete décimas de “Oda urgente al Hombre Nuevo” en Diversionismo ideológico, mi columna semanal.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (VI)

Aquí ves a Puesto-a-dedo,
esa torpe marioneta
que apunta la metralleta
contra el pueblo, cuyo credo
se nutre a diario del miedo,
del hambre, de la censura,
cuyo régimen perdura
a golpe de represión,
porque esa Revolución
siempre fue una dictadura.

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (V)

Aquí tienes al tirano
que se jacta de mandar
a sus perros a matar,
que contra el pueblo cubano,
con ese rencor malsano,
se despierta día a día,
que ordena a la policía
—ese cuerpo represor—
a implementar el terror
contra la ciudadanía
.

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (IV)

Aquí tienes al farsante
que dice que habla por Cuba
con ese timbre de tuba
desafinada y chirriante
que heredó del atorrante
que gritaba «patria o muerte«,
mientras la nación inerte
asustada ante el terror
de ese cuerpo represor
se resignaba a su suerte.

***
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: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (III)

Aquí ves al heredero
del odio y de la violencia
,
que goza de la opulencia
que heredó del guerrillero
que volvió a Cuba un chiquero,
una pocilga, un corral
y que nombró «General»
a su sanguinario hermano
e hizo que el pueblo cubano
se olvidara del tamal.

***
Nota bene
: Desde el 30 de noviembre de 2020, he publicado a diario en Belascoaín y Neptuno.

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Réquiem por Nueva York

Estuve al menos media hora en uno de los vagones del metro N, en mi trayecto rumbo al sur de Manhattan, varado en algún punto impreciso entre las estaciones de la calle ocho y la calle 14. En aquel entonces no tenía teléfono móvil. (A decir verdad, no creía en los teléfonos móviles: me irritaba sobremanera la gente que andaba arriba y abajo en cuchicheo perenne con Dios sabe quién al otro lado de la línea). Horas después, aclaradas las dudas, comprendería que de poco me habría valido una conexión celular. Casi todos los circuitos telefónicos en ese momento estaban incapacitados.

Al principio no nos dijeron nada. Por suerte o por desgracia, mis años en Cuba me habían familiarizado con la vaguedad como método de información, así que intenté ignorar aquel desconocimiento que nos mantenía, en su forma más literal, bajo tierra: las autoridades ferroviarias habían optado por preservar la calma en el submundo. Ya al cabo de cinco minutos, cuando la parada irregular se había extendido mucho más de lo acostumbrado, empezaron a anunciar por el sistema de altoparlantes que debido a una congestión al sur de Manhattan estaban demorando —y hasta desviando— los trenes que iban al área de Wall Street.

¿De qué tipo de congestión hablaban? Se referían al hecho como algo que ocurría “above ground”. La manera en que decían “above ground” me pareció un poco melodramática: más apropiada para una película taquillera del Hollywood más comercial. «Estos americanos», pensé. Por otra parte, ¿cómo era posible que un disturbio sobre tierra pudiera afectar a quienes viajábamos —ajenos a todo— en sus entrañas? La claustrofobia empezó a generar preguntas que, por el momento, iban a caer en saco roto. Sin otra alternativa, regresé a la lectura de turno, que era, con toda probabilidad, algún escritor del Boom latinoamericano, a quienes tuve que (re)leer para (mi desdicha y) la maestría en esta olvidada lengua que cursaba por aquel entonces.

Pasado un tiempo incalculable, le dieron luz verde al tren. Recuperó el ritmo y en par de minutos se puso en la estación de la mentada calle ocho. Bajaron varios pasajeros, pero —esto debió haberme sorprendido— el flujo fue unidireccional: no subió nadie a repoblar mi vagón. No presté atención al detalle. ¿Qué se podía esperar de un martes común y corriente?

El tren siguió su curso como si nada hubiese pasado; como si la media hora que nos retuvo en ese limbo subterráneo perteneciera a otra vida, a otro tiempo. Casi automáticamente empecé a ensayar la excusa que le daría a mi jefa para amortiguar la tardanza. ¿Me creería? ¿Media hora atascado en tierra de nadie? A otro perro con ese hueso. La próxima parada era la mía. Me quedaba en Prince, esquina a Broadway. Mi trabajo por aquellos días estaba a unos pasos de la boca del metro: en la calle de los teatros, entre Prince y Spring. Por lo general, salía como un sonámbulo del tren, inmerso en las páginas de algún libro —cualquier libro—, con pleno conocimiento de la distancia entre cada peldaño de la escalera del Subway, dueño de cada olor que emanaba del superpoblado Downtown neoyorquino, experto en evitar a todo tipo de transeúntes sin despegar la vista de las páginas que me ocupaban.

Esa mañana, a la salida del metro, tropecé con un escalón a desnivel —esta imagen la insertaría en mi novela—; levanté la vista y di con una multitud corriendo rumbo norte por Broadway. Eran poco más de las nueve de la mañana. No supe qué pensar ante el panorama. Así que regresé al libro. Pero la lectura duró un segundo, quizá menos: esta vez fue el olfato y no el tumulto lo que me devolvió a la realidad: nos rodeaba un olor intenso, como a ¿pelo quemado? Luego vi una columna de humo que subía desde algún punto que no pude determinar, a unas veinte cuadras de la esquina a la que me habían llevado el metro y mis desorientados pasos.

Lo primero que me vino a la mente —en ese instante me pareció lógico y ridículo a la vez— fue que estaban filmando alguna película de ciencia ficción. Parecía una escena sacada de Godzila: un pánico generalizado que se mezclaba con mi desconcierto: ¿de qué huía la gente en desbandada? ¿Y por qué había otros que iban en dirección contraria, rumbo al humo y la debacle, aferrados a sus teléfonos, marcando números que ya habían recibido su última llamada? Dale con Hollywood y su empeño en hacer que las cosas parecieran reales. Por lo menos podían haber avisado, que uno sale del tren y no tiene ni idea… Pero no vi cámaras por ninguna parte. «¿Qué pasa?», pregunté al azar. «Nos atacan», me gritó uno sin detenerse.

Eché a correr al norte del infierno. (Coincidencia irónica: unos meses más tarde, traduciría una excelente novela que lleva ese título). No me detuve hasta el entronque de la calle 14 y la sexta avenida. Hasta ese momento no sabía de qué me alejaba; corría por inercia, como si fuera un extra de esa película que aún no lograba comprender; tampoco, hasta entonces, habría imaginado que podía correr tanto. En la esquina de la 14 y la sexta, la gente se estaba congregando para ver el fin de una era. Ya se había desplomado la primera torre. Alguien mencionó que la segunda caería en breve. Aparté la vista. (Hay imágenes que prefiero evitar). Escuché un suspiro general. Un grito aquí, una maldición allá y una conmoción en la atmósfera me confirmaron lo que ya temía: la segunda torre se estaba desmoronando.

Caminé al oeste por la calle 14 hasta llegar a Lectorum, la librería que me había recibido en mil y una ocasiones felices desde mi llegada a Manhattan; me recibieron con caras largas; pedí el teléfono; llamé a casa y hablé con la amiga que había vivido intensamente mi fuga de Cuba, dos años de noviazgo conmigo y que en unos meses se convertiría en mi esposa. Le dije que, salvo causa mayor, no se moviera de ahí. Que iba a su encuentro. Deambulé hasta la calle 50 y la undécima avenida: por esa zona la gente había formado un cordón en la acera y saludaba —¿despedía?— con carteles de apoyo, lágrimas, comida, botellas de agua y cuanto artículo pudiera ser útil a los bomberos, policías y voluntarios que se aventuraban a la Zona Cero.

Seguí andando. Llegué a casa poco antes del mediodía. Aún a esa altura de Manhattan no era difícil oler la muerte. Los helicópteros sobrevolaban la isla, las sirenas aullaban ininterrumpidamente, los teléfonos (que aún servían) no paraban de sonar. Mi novia me recibió con una tristeza desconocida. No puedo precisar cuándo empecé a llorar ni dónde culminó el llanto. El resto del día fue un letargo intranquilo. Empezamos a hacer planes emergentes: a quién llamaríamos en caso de urgencia si no nos podíamos comunicar entre nosotros; dónde nos reencontraríamos si la vida nos lanzaba otra vez ante un escenario (casi) post-apocalíptico… La incomunicación había sido siniestra. La angustia de aquellas horas en que no supimos el uno de la otra fue una de las sensaciones más intensas que había experimentado hasta la fecha. (¿Debo recordar que provengo de Cuba, la tierra de las sensaciones más intensas?).

Esa tarde murieron mi inocencia —gigantesca, no olvidemos que crecí en La Habana— y mi incredulidad y disgusto ante la telefonía celular, y me nació un escepticismo que a ratos me sirve de brújula. El 12 de septiembre de 2001 compré mi primer teléfono móvil. El aparato es lo que en mis años en Cuba era el carné de identidad: una suerte de salvoconducto. Lo llevo a todas partes.

Reza el lugar común que a los amigos se les reconoce en los malos tiempos. La fatalidad tiene ese don de sacar a flote —en alguna gente— los buenos instintos. Hasta el 11 de Septiembre de 2001, la Gran Manzana —con sus aires de capital del mundo, su ritmo acelerado, sus clubes de jazz, su diversidad variopinta, sus barrios segregados, sus tragos cosmopolitas, su rivalidad entre los lados este y oeste, su West Side Story y su Metropolitan, sus viñetas de Woody Allen, su ruido infernal, sus taxistas descabellados, su coexistencia pacífica entre Chelsea y Hell’s Kitchen, su Central Park con la estatua ecuestre de José Martí, sus cubanos de todos los credos y todas las latitudes— no me era indiferente, pero tampoco me era particularmente entrañable: era una ciudad más, desde donde vivía mi destierro con el mayor decoro posible.

Esa tarde —quizá sin proponérmelo—, dejé de ser habanero de un golpe.

Desde entonces, no importa dónde viva, sé que soy natural de Nueva York.

***
Alexis Romay
11 de Septiembre de 2008

Publicado en 2008, en el número 21 de la revista Replicante.

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Oda urgente al Hombre Nuevo (II)

Aquí ves al compañero
que se jacta de heredar
esa junta militar
que ha vuelto un estercolero
a Cuba, ¡al país entero!
Soberbio y pálido llega
con su panza palaciega,
con su séquito, su esposa
y toda esa gente odiosa
que a su vera se congrega.

***
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Oda urgente al Hombre Nuevo (I)

Aquí ves al Hombre Nuevo,
ese matón ejemplar
de la junta militar
que quiere ser el relevo
del patán que escondió el huevo,
la sal, la harina, el pescado,
el pan, la pasta, el helado,
los cítricos, la bebida,
la luz, la patria, la vida,
e impuso el terror de Estado.

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Oda urgente a la Liga del ibuprofeno (VI)

¿Cuándo se juega pelota
y se arma la cumbanchera
en esta tierra extranjera,
en esta nación remota
donde el alma se alborota
con la idea de jugar
sin tenerse que explicar
ni en español ni en inglés,
donde la gente es cortés,
y me gusta improvisar?

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